Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.
Hace unos días que F. cumplió 7 años. Su regalo fue viajar a Iguazú con su tía y su abuela, dos señoras argentinas admirables, con una educación antigua y exquisita. En Iguazú coincidimos. El niño es fantástico, y me quedo muy corto con ese adjetivo. Es único. No sé cómo empezamos a hablar. Pero tenía tanta necesidad de una figura paterna como otros de respirar. No soy psiquiatra, aunque tengo alguna noción. Este niño es un manual. Aquí está todo. En su vida y en la de su familia, la historia de la humanidad. O al menos, su parte más triste.
En dos minutos yo era lo más importante del universo. Tardó un segundo más en tocarme y abrazarme. De hecho apenas podía dejar de estar en contacto conmigo. Como todos los niños de esa edad me exploró, trató de utilizarme, me manipuló, me sedujo. Un profesional. NO: esto no es la muerte en Venecia. Sigue leyendo, por favor.
En nuestra visita a las poderosísimas cataratas, F. se ha pasado el día colgado de mí. Me pregunta incesantemente por mi familia: cuántos hermanos y hermanas tengo, cuántos primos y primas, cómo se llaman todos. Le hace gracia que mis hermanos se apelliden igual que yo. No está seguro de los apellidos de sus hermanos. Se lía con el marido de mamá, papá, el novio de mamá de ahora. Se ríe todo el rato, a carcajadas de inocencia, con una boca espantosa que espero que algún dentista pueda reordenar alguna vez. Es el centro de todas las situaciones en las que está presente: a todos cautiva, a todos gusta.
Poco más de 24 horas de idilio. Ya sabe que me voy a ir, pero lo va gestionando a su manera, como si no lo supiera. Y me abraza y me toca y me hace derretir con sus palabras. Hoy ha decidido enseñarme a pronunciar: no se dice “zapato”, sino “sapato”. Tenía muy claros mis problemas de dicción: ha ido a por ellos uno por uno.
Ha decidido cenar conmigo, no con su familia. ¿Cómo explicar que me siento honrado? Y entonces ha visto mi cerveza sobre la mesa. No le gusta. Le cambia la expresión. Echa un vistazo rápido a su tía y su madre, se cerciora de que no le oyen y me dice al oído; “Es que mi papá chupa mucho. Pero no se lo digas a ellas”.
Se me hiela la sangre. Literalmente. Trato de estar a la altura del desafío. “¿Y qué pasa cuando chupa tanto?” Vuelve a comprobar que no le oyen. Otra vez al oído: “Cuando chupa golpea a mi mamá”.
No estoy preparado para esto, lo confieso. Se me llenan los ojos de lágrimas, cuando ha pasado y al rememorarlo. Qué hago, me digo. “¿Pero papá es bueno contigo?” Yo qué sé, por decir algo. Todos los prejuicios, todos los valores, el bien y el mal delante de mí y yo atado de pies y manos. “Sí”, contesta, “pero no lo veo mucho”.
Seguimos jugando a imitarme. Se pasa de la raya y le digo que si vuelve a hacerlo me iré. No puede contenerse, vuelve a hacerlo. Me levanto y se lo explico con todo cariño: “No puedo engañarte. Voy a hacer lo que te he dicho que haría”. Le acompaño a la mesa de su familia. Me despido. Ahora que conozco un poco de su secreto vuelven a demostrarme su caballerosidad antigua con sus modales exquisitos. Él se hace el loco, prácticamente no se despide, aunque intuye que no volveremos a vernos nunca.
Foz de Iguazú, 18 de abril de 2012