(Relato inspirado en el derrumbamiento de la mina San José en Chile en 2010, que mantuvo sepultados a 33 mineros durante 70 días hasta que lograron rescatarlos vivos, construyendo un ascensor unipersonal. Los demás hechos de este cuento, naturalmente, no son reales).
Adolfo no supo qué decir. La confesión de su compañero de encierro le había estremecido por el pasado de Diego y por su presente, pero sobre todo por su futuro. Era terrible lo que le había pasado. Era terrible lo que le estaba pasando. Pero era aún más terrible lo que le esperaba fuera.
Trató de medir sus palabras:
– Diego, llevamos muchos días aquí y quizá estemos diciendo cosas que no pensamos. Tantos días sin luz natural, la angustia que pasamos hasta que nos encontraron… ¿Te acuerdas de cuando sólo hablábamos de la muerte?
– Claro. A mí era al que menos le importaba. Yo estaba mejor encerrado que libre. Para mí fue una bendición cuando, después del hundimiento y de comprobar que todos estaban vivos, me di cuenta de que a lo mejor no tenía que volver a enfrentarme a mi vida en la superficie.
– No puedo creer que no se pueda solucionar. Ya has visto lo que está pasando: arriba nos espera la televisión de medio mundo, el presidente, probablemente una nueva vida. Si cuando salgamos nos ofrecen unas condiciones de vida dignas, todo será diferente. Y con todo el tiempo que hemos tenido para pensar, tonto será el que no haga unos buenos planes.
– Ya sabes que ese no es el problema. El problema es que estoy enamorado.
Por enésima vez en las últimas horas se oyó el sonido de la cápsula acercándose. Desde que empezaba a oírse hasta que les alcanzaba pasaban unos diez minutos. Luego todo era muy rápido. Los abrazos, las sonrisas, los primeros mensajes. Con el exiguo equipaje listo, los moradores tenían prisa por salir. Un par de advertencias del exterior. En los últimos días de encierro un equipo de psicólogos y otros especialistas les habían explicado, del derecho y del revés, cómo debían comportarse en el exterior, y sobre todo qué les cabía esperar y qué no. Nadie había pensado en el amor.
Cuando se produjo el hundimiento Diego ya estaba enamorado. Ya sufría en cada instante la cruz y la delicia de trabajar junto al ser amado, de saberlo inalcanzable, y de filtrar todo el aire que les separaba en cada momento en busca de cualquier mirada, gesto o sonrisa que pudiera llevarse al alma para sentir eso que los enamorados llaman correspondencia.
El terrible accidente le pareció un regalo del cielo. Sin muertos ni heridos, quedaron encerrados a muchos metros bajo tierra. Diego había leído un poco, y conocía historias de amantes sepultados o encerrados de por vida con el único consuelo de su amor.
Aunque unilateral, su amor era perfecto. Prácticamente no necesitaba al otro. Su imaginación, su deseo y su memoria bastaban para construir la vieja historia del mundo. No podía concebir mayor felicidad que estar allí abajo con el ser amado y con tan pocas posibilidades de abandonar la enorme celda. Allí morirían juntos. Pensó que, cuando el final fuera inminente, le confesaría su amor.
– Quiero que sepas que para mí estos días aquí abajo han sido los más felices de mi vida. Y lo han sido gracias a ti. Ya, ya sé que no entiendes nada. Sé que te repugnará oírlo. Pero hace tiempo que te amo. Te amo con tanta fuerza que, aquí abajo, he podido ser la alegría del grupo, apoyarlos a todos, inspirar moral y confianza. Porque el amor tiene estas cosas: puede surgir entre dos seres humanos cualesquiera, en cualesquiera circunstancias. Aquí abajo ha habido odio, antipatía, compañerismo y alguna amistad. Si algún día alguien encuentra mi diario sabrán que, además, aquí abajo se dio una de las mayores pasiones que nunca han existido. El amor más puro, en el lugar menos adecuado, que fue su altar y será su tumba. Te amo.
Llegó la cápsula. Traía al técnico que les había estado ayudando en el traslado, un mocetón de piel oscura y acento de la zona, joven y feliz por la circunstancia que le había tocado protagonizar, muy profesional en su tarea de ponerles el casco, la protección auricular, el arnés y el chaleco, y en darles las últimas instrucciones.
Adolfo y Diego se abrazaron. El primero le susurró: «Ya no puedo hacer nada más. Yo te quiero arriba, allí estaré a tu lado para tratar de solucionarlo todo. Pero si no subes, debes saber que te respeto. En el fondo, esta locura tuya es muy hermosa». Y dándole un amistoso cachetito se introdujo en la cápsula. Un par de pitidos. Una pantalla parpadeó. Adolfo desapareció en la cápsula.
El recién llegado le dijo: «¿Está bien? ¿Necesita algo? Tengo una lista de tareas y de cosas que recoger que se olvidaron tus compañeros. No puede imaginar lo de arriba. La sensación cuando se llega, las cámaras de televisión, los focos, el señor presidente…Es como una película. Y usted va a ser protagonista. La cápsula estará de vuelta pronto».
«Claro», pensó Diego. «Una película que transcurre en un país en el que yo no quiero vivir. En mi país, como en tantos otros, el amor sólo existe si es convencional. Si no lo es se le llama vicio, depravación, sodomía y quién sabe cuántas cosas más. Yo no quiero vivir enamorado de otro hombre en un país en el que no me dejarán vivir. Mi delito, como el de tantos personajes literarios, es haber amado. Pero he sido tan feliz compartiendo estas semanas a su lado, prácticamente anónimo para él, que prefiero este sitio antes que todo lo que prometen fuera».
Sumido en sus cavilaciones, y quieto por no distraer el técnico, el tiempo pasó volando. Parecía que la cápsula acababa de marcharse y ya se volvía a oír su pequeño estruendo metálico. «Es el momento», se dijo. Se acercó a la pequeña litera en la que había dormido tantas noches y tomó la pistola que había escondido bajo la almohada. Se la puso bajo la camisa. El otro hombre terminó de cerrar un par de bolsas y se le acercó sonriendo de oreja a oreja tendiéndole un casco.
– Bueno, amigo, por fin le toca. Póngase esto.
Desde una distancia prudente, Diego sacó la pistola y lo encañonó.
– No voy a marcharme. No estoy loco. Tengo muy buenos motivos pero no hay tiempo para explicárselos. Hágame caso. Póngase el casco y meta en la cápsula todo lo que pueda. Cuando usted se vaya, inutilizaré el ascensor y todas las comunicaciones. Usted sólo tiene que decir que le amenacé con un arma. Todos saben que la tenía”.
El técnico, evidentemente, no entendió nada. Pero recordó que en la superficie había rumores sobre este Dieguito. «No está bien de la cabeza», decían. «Es un poco mariposón, ¡esperemos que no viole a nadie mientras duermen!». Y recordó que él ya tenía firmada una exclusiva para un programa de televisión con una cadena estadounidense. No era un héroe, ni su mujer ni sus dos hijos tenían por qué serlo tampoco.
– Tranquilo, hombre, tranquilo. Baje la pistola, voy a marcharme. Me da igual lo que usted quiera hacer. Subiré yo primero. Luego puede hacer lo que quiera. Pero baje la pistola.
No la bajó. Le apuntó mientras recorría los escasos bultos que cabían en la cápsula. Le apuntó mientras se ponía el casco, los protectores, el arnés y el chaleco. No dejó de apuntarle cuando intentó sonreír y dijo:
– Vamos, amigo. Por muy mal que se sienta, las cosas tienen solución ahí arriba.
«No», pensó Diego. «Sólo tienen solución aquí abajo».
El hombre que subía por el túnel pensó por un momento en cuáles podían ser las razones del minero para ser el último. A lo mejor quería hacerse famoso por esa pequeña diferencia con los demás.