El ultimapalabrista
Desde hace siglos, en español manda quien tiene la última palabra. Solía decirse que la tienen los jueces, la muerte o dios, pero las redes sociales han introducido algunas variantes, como en casi todos los aspectos de nuestra vida.
Llamo ultimapalabrista (o delfín: el del fin) a ese personaje de las redes que se empeña siempre en decir la última palabra. Ya sabes a quién me refiero.
Es muy llamativo lo difícil que puede llegar a resultar terminar un intercambio dialéctico en las redes. Hay un intercambio utópico, en el que todas las partes intervinientes quedan suficientemente informadas, satisfechas con cómo las han tratado las demás partes y que deja zanjado el asunto que sea. Estos intercambios son como los ovnis: algunos creen haberlos visto, pero lo más probable es que no existan.
En mi experiencia personal, lo más habitual es que alguna de las partes quede insatisfecha por algún motivo: información insuficiente o modales inadecuados, entre otros. Por ejemplo: en un debate sobre terminología médica, habitual en mi muro de Facebook, me cuesta mucho zanjarlo (si alguien no trata bien a alguien) o intervenir para opinar. El hecho de ser administrador no me libra de ninguna de mis numerosas equivocaciones, y es habitual que algún/a ultimapalabrista considere que debe cumplir esa función y «ponerme en mi sitio». A menudo tengo que dejar de responder para que el ultimapalabrista pierda el interés y se quede a gusto escribiendo el último mensaje. Personalmente, hace años que me hice consciente de esto y evito ser el ultimapalabrista: creo que es lo más inteligente y, a mis años, no tengo interés en demostrar casi nada. Obras son amores.
Pero incluso el ámbito más cercano, el de familiares y amigos (aquí WhatsApp es particularmente difícil), tampoco escapa al ultimapalabrista. ¿Me habré quedado corto? ¿Pensará que no me interesa lo que dice? ¿Estoy mostrando demasiado interés? ¿Estoy siendo pesado? ¿Por qué sigue con la conversación si ya le he puesto emoyis que son claramente de despedida? ¿Me quiere trolear? ¿Le intereso, pero está ocupado/a? ¿Qué van a pensar de mi? Creo que todos nos hemos hecho y nos hacemos estas preguntas en esas circunstancias.
Añadamos a esto uno de los mayores problemas de la comunicación por escrito en el siglo XXI: la ironía, el sarcasmo y muchas otras sutilezas, críticas y ditirambos no tienen cabida en las redes, y la tienen menos a medida que aumenta su sutileza intelectual: invariablemente, quien no entiende una ironía no piensa «qué lástima, no lo entiendo» sino que directamente se ofende y toma partido por una de las partes en conflicto. Un comentario levemente irónico puede ser perfectamente respetuoso y, sin embargo, despertar a decenas de observadores silentes que responden indignados y, a menudo, con muy mala educación.
Aunque a veces puede parecer que no, en las redes todos llevamos nuestra mochila de sentimientos (optimistas o pesimistas), esperanzas, desilusiones, éxitos y fracasos; las redes lo notan y te devuelven lo que traes multiplicado por un factor no menor de 10. Todos hemos visto lo que pasa con el odio: un poquito de odio en las redes se convierte casi inmediatamente en una montaña de terror. Afortunadamente, también ocurre con las virtudes: las redes devuelven multiplicada cualquier muestra de amor, bondad, humildad, generosidad, sencillez y empatía. Por eso yo milito en este último grupo.
Mide bien tus palabras, di lo que tengas que decir con el máximo respeto y, hecho esto, procura no responder a ulteriores invitaciones o provocaciones (sobre todo a estas últimas). Intenta no ser el ultimapalabrista. Con un poco de paciencia y templanza, las interacciones en las redes sociales se acaban solas.